El monte análogo
Lo que voy a contar empezó con un sobre, escrito con letra desconocida. En los trazos que formaban mi nombre y la dirección de la “Revista de Fósiles”, en la cual yo colaboraba y desde donde me habían hecho llegar la carta, había una mezcla de violencia y dulzura. Detrás de las preguntas que me formulé sobre el posible remitente y el contenido, un presentimiento vago pero poderoso, me hizo recordar la imagen de la piedra que alborota el agua apacible de las ranas. Y desde el fondo, subiendo como una burbuja, me llegó el reconocimiento de que últimamente mi vida se había vuelto demasiado tranquila. Así, al abrir la carta, no pude distinguir si el efecto que me producía era el de una vivificante bocanada de aire fresco o más bien el de una desagradable corriente de aire.
La misma letra, ágil y prolija, decía de un tirón: “Señor: He leído su artículo sobre el Monte Análogo. Hasta entonces había creído que yo era el único que estaba convencido de su existencia. Hoy somos dos. Mañana seremos diez, o quizás más. Entonces podremos intentar una expedición. Por lo tanto, es necesario que nos pongamos en contacto cuanto antes. Telefonéeme en cuanto pueda a alguno de los números que indico al pie. Quedo a su espera.
Pierre Sogol, Passage des Patriarches, 32, París.
(Seguían cinco o seis números telefónicos a los cuales se podía llamar según las horas del día).
Ya casi me había olvidado de aquel artículo al que se refería el remitente y que había aparecido unos tres meses antes en el número de mayo de la “Revista de Fósiles”. Halagado por el interés de un lector desconocido experimenté sin embargo cierto malestar al ver que alguien tomaba tan en serio, trágicamente casi, una fantasía literaria que si bien en el momento me había entusiasmado, ahora era un recuerdo lejano y frío.
Releí el artículo. Se trataba de un estudio bastante superficial sobre el significado simbólico de la montaña en las mitologías antiguas. Las distintas ramas del simbolismo constituían desde hacía tiempo mi estudio favorito (ingenuamente creía entender algo sobre esto) y, por otra parte, como alpinista amo la montaña apasionadamente. La unión de ambos intereses —tan diferentes, sobre el mismo tema— tiñó de lirismo algunas partes de mi artículo. (Tales uniones, por más incongruentes que parezcan, influyen mucho en la génesis de lo que vulgarmente recibe el nombre de poesía y esto lo hago notar a título de sugerencia a los críticos y estetas que se esfuerzan por aclarar la trastienda de esa misteriosa forma de expresión).
Escribí, en síntesis, que en las tradiciones fabulosas, la montaña representa la unión entre la Tierra y el Cielo. La cima roza las regiones eternas y la base se ramifica en múltiples estribaciones en el mundo de los mortales. Es el camino mediante el cual el hombre puede elevarse hacia la divinidad y la divinidad revelarse al hombre. Los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento ven al Señor cara a cara en los lugares elevados. Ahí están el Sinaí y el Nebo de Moisés; y, en el Nuevo Testamento, el Monte de los Olivos y el Gólgota. Llegué a encontrar el viejo símbolo de la montaña en las construcciones piramidales de Egipto y de Caldea. Pasando después a los arios, mencioné las oscuras leyendas de los Vedas, que sugieren que el soma o “licor”, simiente de la inmortalidad, reside, en su forma luminosa y sutil, “en la montaña”. En la India, el Himalaya es residencia de Shiva, de su esposa “la Hija de la Montaña” y de las “Madres” de los mundos; también en Grecia el rey de los dioses tenía su corte en el Olimpo. Justamente en la mitología griega encontré este símbolo complementado con el relato de la insurrección de los hijos de la Tierra, quienes, con sus naturalezas terrestres, sus medios terrestres y sus pies de barro, trataron de escalar el Olimpo...